Poner en práctica todo el potencial sensorial que los seres humanos tenemos nos permite descubrir una mayor variedad e intensidad en lo que nos rodea. Hace unos días participé en una cata de té donde implicamos todos los sentidos, no solo el del gusto, para enriquecer la experiencia de tomar té y aprender a beberlo.
El té tiene numerosos nutrientes además de propiedades relajantes. Los países orientales tienen una larga tradición en el té, que data de casi cinco mil años, durante los cuales la infusión pasó de ser una bebida medicinal y aristocrática a un acontecimiento social.
En la Argentina existe una importante producción de té, en su gran mayoría negro, también llamado té común o clásico, cultivado principalmente en Misiones y Corrientes. Muchas personas aducen que no gustan del té por su sabor fuerte y amargo, que contrasta con el dulce o salado de la mayoría de las comidas que ingerimos habitualmente. Para gozar de las bondades del té, el secreto está en el reposo de las hebras: no más de tres minutos para quien pone reparos a su particular sabor. Los endulzantes son mala palabra: distorsionan su sabor y no permiten disfrutarlo en su esencia.
Antes de beber hicimos un ejercicio sensorial esclarecedor: rasgamos el sobre, observamos la textura y el color de las hebras y sentimos su aroma. Té que huele bien, sabe bien; té con aroma insuficiente, sabe a poco.
Fue un evento muy bien pensado y organizado, donde comimos, bebimos y aprendimos. El hotel estaba inmejorablemente ubicado, el disertante era una eminencia en Latinoamérica y nos regalaron mucho té para seguir degustando en casa. Desde la óptica de la comunicación institucional y las relaciones públicas, la cata de té fue un evento óptimo para posicionar la imagen de marca e inducirme a comprar ese té… ¡hasta que sea viejita!